
Los planes de desarrollo formulados por el gobierno de Argentina para la Patagonia se tratan, en lo fundamental, de proyectos industrializadores subsidiados por el Estado nacional. La región era considerada rica en recursos naturales codiciados por potencias extranjeras, era definida como un área «subdesarrollada», y contaba con muy baja densidad poblacional (sosteniéndose, en diversos informes estatales, la idea de que se trataba de una «región vacía»).
Buscamos promover la necesaria reflexión sobre los usos de la noción de desarrollo, enfrentando la igualación que se había construido entre este concepto y el de crecimiento. La propuesta de generar «polos de desarrollo» planteaba la creación de industrias subsidiadas por el Estado, que debían instalarse en regiones consideradas “marginales”, por estar escasamente integradas al mercado nacional. En Argentina la Patagonia fue el centro de aplicación de esta propuesta. Sus impulsores destacaban la necesidad de proteger dicha región por sus recursos naturales, al tiempo que se intentaba descomprimir la conflictividad social de las ciudades tradicionales, en una etapa de radicalización del movimiento obrero.
Queremos evidenciar la fuente autoritaria de este proyecto, el peso que en su formulación tuvo la Doctrina de Seguridad Nacional y el escaso rol que tuvo la población de las regiones para las cuales fueron ideados estos planes.
La Patagonia y sus proyectos
La Patagonia Argentina se integra tardíamente a la institucionalidad plena del Estado nacional argentino, sancionándose su conformación como provincias en un largo período que se inicia en 1955 y recién finaliza en 1994 (con la transformación en provincia del territorio de Tierra del Fuego e Islas del Atlántico Sur).
Su incorporación plena al Estado y al mercado nacional se realiza en el marco del impulso a los programas desarrollistas, a fines de los años ’50 e inicios de los ’60 (Perrén y Pérez Álvarez, 2011). No era una coincidencia que estos territorios estuviesen atravesando su proceso de provincialización durante este mismo período: el Estado nacional buscaba superar el atraso de estas «nuevas provincias», y el derecho a elegir sus propios gobiernos y redactar sus constituciones formaba parte del cambio que se promovía.
Las provincias patagónicas fueron parte del impulso desarrollista, a partir de los proyectos generados desde el Estado nacional, que fue fortaleciendo su presencia en la región. Los discursos gubernamentales estuvieron atravesados por las nociones de «integración» y «desarrollo», pretendiendo la «conquista» del territorio nacional a través de industrias subsidiadas desde el Estado nacional y ratificando la necesidad de promocionar «polos de desarrollo» como medio para dinamizar al conjunto del país. Los complejos hidroeléctricos en Neuquén, la creación de Yacimientos Carboníferos Fiscales en Santa Cruz, la puesta en explotación de la reserva mineral de Sierra Grande en Río Negro, el impulso a la industrialización subsidiada en Chubut y Tierra del Fuego, son evidencias de la concepción dominante acerca de cómo asegurar el crecimiento de la región.
Fue a mediados de 1955 cuando el Congreso de la Nación transformó en Provincias a la mayoría de los territorios de Patagonia. El golpe militar que destituyó a Juan Domingo Perón suspendió la convocatoria a elecciones provinciales, aunque no generó un marcado quiebre en las políticas desarrollistas ya iniciadas: de hecho ese impulso fue profundizado, reforzándose el contenido de seguridad y soberanía nacional que siempre tendrían incorporada esta intención de «ocupar y poblar» Patagonia.
La economía patagónica era calificada como «subdesarrollada». Según el informe Altimir se la podía considerar una estructura productiva característica de situaciones de subdesarrollo, no por el producto por habitante, pero sí por la insuficiente diversificación de sus actividades productivas y los escasos ingresos de su población. Era, por ello y según el citado informe, más una región de desarrollo incipiente que una territorio clásicamente subdesarrollada, ya que no se observaban «círculos viciosos de pobreza» ni superpoblación relativa.
La Patagonia, pese a concentrar la mayor parte de la extracción hidrocarburífera, mantenía una participación ínfima en el producto bruto nacional. Su estructura productiva dependía, a principios de los ’60, de un puñado de actividades: agricultura de subsistencia, agricultura de frutas y verduras en Río Negro, producción de lana (ya en una situación de estancamiento) y extracción de hidrocarburos. En todos los casos prácticamente no existía ningún procesamiento local de esas materias primas.
La ganadería era, para la mayor parte de la superficie patagónica, la principal y casi única actividad productiva. Hacia fines del siglo XIX la mayor parte de la Patagonia había sido integrada al sistema económico mundial como proveedor de lana de oveja, a partir de recibir el ganado ovino expulsado de la Pampa Húmeda por el avance de los cereales y el ganado vacuno (Bandieri, 2005). Este proceso se produjo tras la ocupación de estos territorios, hacia 1879, por parte del Estado argentino a través de la derrota de los pueblos indígenas que la habitaban. Dicha campaña militar se denominó oficialmente «conquista del desierto» y fue dirigida por Julio Argentino Roca, quién luego gobernaría el país durante dos mandatos presidenciales y es considerado, hasta el presente, uno de los principales próceres de la historia nacional.
La operación ideológica de nominar como «desierto» a las tierras conquistadas, buscaba construir la noción de que las mismas no estaban habitadas o bien, que aquellos que hasta allí las habitaban, no eran «civilizados». La «conquista del desierto» sería el avance de la civilización sobre la barbarie, en clave sarmientina. El doble carácter de la palabra desierto (como ámbito geográfico supuestamente improductivo y como espacio sin población), legitimaba la ocupación militar de esas tierras por parte del Estado nacional. La conquista militar se realizó a sangre y fuego, con la formación de campos de concentración y la transformación de muchos indígenas (en especial mujeres y niños) en esclavos de las familias adineradas (Delrio, 2005).
Diversos factores se conjugaron para que esta actividad comenzara a perder dinamismo hacia mediados del siglo XX: tendencia descendente del precio de la lana en el mercado mundial desde los años veinte, pérdida de importancia del estrecho de Magallanes por la apertura del canal de Panamá y el mayor uso de fibras sintéticas.
Patagonia tuvo un debut temprano en las políticas desarrollistas, en profunda relación con las concepciones de soberanía nacional y seguridad interna. Modificando la política previa de asentar guarniciones militares, las dictaduras aplicaron regímenes de promoción industrial y asignaron recursos para montar una infraestructura que facilitara la ocupación civil de las «nuevas provincias» (Ibarra, 1997).
La idea de continuidad entre la función «conquistadora» que ejercían los cuarteles militares y la tarea que debían cumplir las industrias subsidiadas por el Estado, se reflejaba en frases como la del Secretario de Difusión y Turismo de la dictadura que comandaba el general Onganía, en su visita a la región: «Las industrias en la Patagonia, son como los fortines de Roca en el desierto, es decir atalayas del progreso y de la civilización, puntos de arranque para el desarrollo».
Se creaban centros industriales que debían irradiar “progreso” hacia las regiones cercanas al polo originario, superando así la dificultad de un desarrollo homogéneo de las regiones atrasadas. Esta formulación, igualaba industrialización, crecimiento y desarrollo, y esto se hacía posible merced al aporte de un factor exógeno (en especial la intervención del Estado subsidiando inversiones privadas).
Otro elemento para comprender el impulso a nuevos polos industriales en la Argentina de los años ’60, tiene relación con la intención de dividir a la clase obrera, aislando a sus núcleos más combativos. La matriz de la Doctrina de Seguridad Nacional, consideraba que en Argentina existía un «enemigo interno» a quién se debía combatir. Esto se reflejaba en la intención de fragmentar a los trabajadores, en la constante referencia a la concepción de «soberanía» y en la intención de poblar la Patagonia considerada una región estratégica por sus recursos naturales (Gatica, 2013).
En ese marco, y como parte fundacional del proyecto en Patagonia, se conformó una dirigencia sindical local que sostuvo una práctica colaboracionista con el gobierno y las patronales, en el marco del discurso común acerca de la necesidad de fortalecer el desarrollo regional. La Confederación General del Trabajo de la región, afirmaba este mismo ideario: «El desarrollo industrial es un anhelo general que los trabajadores comparten enteramente. Desarrollo industrial y desarrollo demográfico deben ir de la mano».
Podemos marcar el inicio formal del programa «desarrollista» para Patagonia en 1956, con la formulación del decreto-ley 10.991 de la autodenominada «revolución libertadora», que eximía de impuestos a las importaciones hacia el sur del paralelo 42ºS. El impacto de esta política de franquicias se concentró en el noreste de Chubut (la región al sur del paralelo que se encontraba más cercana a Buenos Aires, unos 1400 km de distancia), subregión a la que definimos a partir de los departamentos administrativos de Rawson y Biedma, parte norte de la provincia de Chubut. Fue la zona con mayor desarrollo industrial, donde se ubican las ciudades de Trelew, Rawson y Puerto Madryn, que se constituyeron como centros receptores de inversión por ser las ciudades más cercanas al límite norte habilitado, expresando así la lógica expectativa de los empresarios privados de conseguir ganancias a corto plazo, y no de «propender al desarrollo de la Patagonia». La gran extensión patagónica seguía sumida en la producción ganadera ovina.
En los primeros años de la década del ’60 las franquicias de importación fueron reemplazadas por la exención de impuestos a las industrias que se instalasen en la región. A través de sucesivas leyes se dio impulso a la producción de fibras textiles sintéticas, proyecto que impedía la articulación con la producción ganadera tradicional en Patagonia (Ibarra, 1997). Durante el período 1955-1960 se instalaron en Chubut 34 plantas textiles, cantidad que sólo se compara con las que se instalarían entre 1970 y 1974. Desde 1970 el flujo de radicaciones se hizo más dinámico, y entre 1970 y 1974 se pusieron en marcha 35 plantas en la provincia (Altimir, 1970). Al mismo tiempo, muchas de las viejas plantas fueron cerrando ante la nueva competencia y los constantes cambios en las normativas legales. Hacia 1974 se calcula que existían 45 empresas textiles en producción, las que empleaban alrededor de 4300 personas (Beccaria, 1983).
Cuando el impulso inicial a la industria textil estaba agotándose, se sumaron los llamados al poblamiento de la región, especialmente con el arribo de las autoridades locales de la dictadura iniciada en 1966 (autodenominada «revolución Argentina»). Como ya vimos, la asociación entre crecimiento económico y despegue demográfico no era privativa de las autoridades. El secretario de la Unión Industrial Patagónica aseguraba que «las causas del subdesarrollo patagónico eran […] la ausencia del hombre» y, por esa razón, decía que «llevar población a la Patagonia es pues la base».
Así fue que una de las consecuencias lógicas de la instalación de estas industrias fue el rápido crecimiento demográfico. El departamento Rawson duplicó su población entre 1960 y 1970, y volvió a duplicarla entre 1970 y 1980. Trelew pasó de 11.852 habitantes en 1960 a 38.664 en 1974. La población en el departamento Biedma, que se mantuvo casi sin cambios entre 1945 y 1970, se triplicó entre 1970 y 1980, y volvió a duplicarse hacia 1991. Este crecimiento estuvo directamente relacionado con la oferta laboral que generó la industrialización subsidiada, planteándose también severos problemas urbanos, especialmente en torno a la provisión de viviendas familiares.
En 1971 se creó formalmente un Parque Industrial en la ciudad de Trelew. Las tareas de infraestructura fueron aportadas por las diversas instancias del Estado, ya sea nacional, provincial o municipal, realizando una constante transferencia de recursos a los empresarios privados. Hacia 1973 la rama textil de Chubut ocupaba el segundo puesto a nivel nacional en varios rubros, y en 1975 el noreste de la provincia pasó a producir más del 70% de la producción industrial provincial, en comparación con un 36% que concentraba en 1970. A su vez la industria textil representaba el 65% de la producción industrial de la provincia (Gatica, 1998).
También en 1971 se adjudicó a ALUAR (Aluminio Argentino S.A.) el proyecto de una gran empresa productora de aluminio primario, la única de su tipo en el país, que se instalaría en la localidad de Puerto Madryn. Al igual que en Trelew, la inversión fundamental fue aportada por el Estado, realizando una enorme transferencia de fondos públicos a una empresa privada. La evaluación del conjunto de inversiones ejecutadas para la instalación de ALUAR, demostraron que «el sector público aportaba más del 84% del capital de ALUAR» (Rougier, 2011, p. 356).
Un proceso similar se vivió en el territorio de Tierra del Fuego, en el extremo sur de Argentina. Hasta avanzada la década del ’60, su única actividad económica era la producción ganadera (ovinos para carne y lana). Por esos años se inició una escasa operatoria extractiva de petróleo y gas en el extremo norte de la isla (Gómez Lende, 2007). Esto se modificó a partir de la de la década de 1970, cuando se sancionó la Ley N° 19.640 estableciendo un régimen fiscal y aduanero especial. La liberación de aranceles al comercio exterior y la eximición del pago de tributos nacionales, promovieron la instalación de industrias que generaron el crecimiento de la población, que paso de apenas 7 mil habitantes en 1960, a más de 100 mil en 2001 (Schorr y Porcelli, 2014; Grigera, 2011).
Con la llegada de la última dictadura (1976-1983), el discurso que buscaba sostener los subsidios volvió a entroncarse con los llamados a la seguridad nacional. La hipótesis de conflicto con Chile fue de fundamental importancia: la necesidad de sostener las industrias como forma de asegurar el asentamiento de población era destacado como una pieza clave en el armado geopolítico.
Una declaración de la Unión Industrial Patagónica, con base en Chubut, marcaba que sus propósitos no podían estar «ajenos a los objetivos políticos y estratégicos que la nación se proponga alcanzar en la región, a los imperativos de la seguridad nacional, ni a una opción consciente de los bienes materiales y espirituales a que nuestra sociedad aspira». Y terminaba su alocución intentando convertir a los intereses del sector industrial en los de la Nación. Después de todo, rezaba la declaración, “la industrialización es un movimiento de la sociedad como un todo; (…) no tiene por finalidad hacer cosas, sino hacer un país».
Los funcionarios e industriales volvían a construir la idea de Patagonia como desierto a poblar y conquistar. El informe Altimir repite una y otra vez la caracterización de Patagonia como territorio vacío. La calificación de «espacio económico vacío», reproduce la perspectiva fundadora desde la ocupación militar por parte del Estado, bajo el discurso de que se estaba conquistando un «desierto».
En ocasión de visitar la Patagonia para anunciar la construcción de la planta de aluminio, el ministro de Defensa, José Cáceres Monié, pronunció por cadena nacional un discurso que incluía conceptos como: «A casi un siglo desde la larga culminación de la larga y heroica epopeya nacional que fue menester para conquistar el desierto y afirmar la soberanía sobre la Patagonia, los argentinos aún no hemos ocupado este vasto ámbito que nos legara el esfuerzo del Ejército de la Patria, bajo la conducción visionaria del general Julio Roca (…). Encontramos en su vastedad, el testimonio de los abnegados pioneros que llegaron detrás de las armas civilizadoras (…) Yo creo que a la Patagonia hay que volverla a conquistar. Hay que conquistarla mediante un profundo desarrollo…».
Esa es la matriz constitutiva de los proyectos desarrollistas para Patagonia…
Finalizando…
Pretendíamos observar algunos rasgos de los planes de desarrollo que Argentina implementó para Patagonia a partir de mediados de los años ’50, pero cuyo impulso sería acentuado durante los años ’60 y ’70. Este proyecto se entrelazaba con la Doctrina de Seguridad Nacional y el seguidismo de las clases dominantes a EEUU, en su lucha contra el «comunismo». Las referencias de las luchas antiimperialistas en varios países del mundo, y el empoderamiento creciente de las clases subalternas, generó la profundización del autoritarismo en Argentina.
La Patagonia argentina se configuró como un laboratorios para la experimentación de estos modelos. Para promover la instalación de industrias, era necesario asegurar el lucro de estos emprendimientos: esto se hacía a través de la transferencia de recursos estatales a capitales privados, en muchos casos extranjeros.
Se debía garantizar la provisión estable de fuerza de trabajo, incentivando la migración de obreros/as hacia estas «nueva tierras». Esa fuerza de trabajo debía ser controlada, y tenía que presentar un nivel de conflictividad social menor a las regiones centrales. Las industrias generarían el crecimiento económico y este garantizaría, a su vez, el desarrollo integral de la región y su conexión plena con el mercado nacional.
Esto fue un fracaso. Si bien es complejo saber si los objetivos declamados eran los sinceramente pretendidos, podemos concluir que sólo fue exitoso en lograr el poblamiento de los centros urbanos receptores de la industrialización subsidiada. Pero ese crecimiento se dio merced al despoblamiento del interior rural, especialmente del centro y la cordillera de Patagonia. El siguiente cuadro evidencia la correlación entre el despoblamiento de la meseta central de la provincia, la migración hacia las ciudades de la costa y la concentración del producto bruto geográfico en la zona urbanizada, proceso que ya estaba en curso hacia 1960 y se profundizó desde 1970.
Los encadenamientos productivos que deberían establecerse a partir de las «ondas concéntricas de desarrollo irradiadas por el polo» (Perroux, dixit, 1955) nunca lograron ser construidos. Esos encadenamientos eran de hecho inviables, por tratarse de proyectos impuestos desde afuera, que utilizaban insumos importados y no podían articularse con las actividades tradicionales de cada región (Salazar, 1992).
Los habitantes locales fueron objeto de estos proyectos, y no sujetos de los mismos. En la repetida arenga que hacía eje en una «conquista» definitiva de estos territorios, esas poblaciones pasaban a ser blanco de la ocupación, por las fuerzas del «progreso». Las industrias reemplazarían a los fusiles, pero la dimensión de ocupación de un territorio supuestamente indómito, salvaje y desconocido, seguía presente en los horizontes del imaginario construido.
La fuente autoritaria de los proyectos de desarrollo industrial, el peso clave de la doctrina de seguridad nacional y el escaso papel que tuvieron las poblaciones locales en la formulación de esos programas, son rasgos similares con proyectos «desarrollistas» que se instalaron en regiones de Brasil y España, también por parte de gobiernos autoritarios. Debemos seguir explorando estas matrices compartidas, que forman parte de la configuración general del autoritarismo en estos tres países, de la permanencia de regiones favorecidas y empobrecidas, y de las democracias restringidas que surgieron durante los años ’80.
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